En enero de 2009, alguien conocido con el pseudónimo de Satoshi Nakamoto registra el primer bloque, creando así la red Bitcoin y la emisión de los primeros bitcoins. En poco más de 2 años, en febrero de 2011, el bitcoin alcanza la paridad con el dólar estadounidense. A fecha de hoy, 4 de enero de 2018, 1 bitcoin (BTC) vale alrededor de 14.600 dólares USA.

La primera transacción en el mundo real hecha con bitcoins fue la compra de dos pizzas el 22 de mayo de 2010 en Florida, por 10.000 BTC. Desde entonces, el valor de los bitcoin ha sufrido altibajos, pero ha mantenido una tendencia alcista no vista nunca antes.

Con el tiempo ha aumentado el número de transacciones “reales” que es posible hacer con bitcoins, y han surgido nuevas monedas virtuales que siguen la progresión de la original, tales como Ethereum o Litecoin.

 

La tecnología usada para la creación de estas “criptomonedas” se conoce con el nombre de “blockchain” o cadena de bloques. Para entenderlo podemos imaginar un sistema de contabilidad similar al tradicional: cada operación se anota en una página de un libro de cuentas; cada página tiene un tamaño máximo (un número de operaciones que se pueden anotar), y además cada página va referenciada a su página anterior, es decir, si quisiéramos modificar una operación de la página 2, por ejemplo, tendríamos que modificar todas las posteriores para llegar hasta ella. Así funciona la cadena de bloques: cada operación va encriptada en un bloque, y cada bloque va insertado en una cadena y referenciado a su inmediato bloque anterior, de manera que todos están enlazados entre sí mediante algoritmos matemáticos complejísimos y forman parte de una misma cadena pública y distribuida entre todos sus usuarios. No en vano algunos hablan del blockchain como un sistema de “contabilidad distribuida”.

Esta tecnología se perfila como un sistema alternativo a los sistemas monetarios tradicionales, y a priori mucho más seguro. No depende de entidades externas que lo regulen o controlen, y la modificación de cualquier operación se antoja mucho más complicada que las realizadas a través del sistema financiero tradicional, puesto que requiere la modificación de todas las operaciones encriptadas en todos los bloques posteriores de la misma cadena y su previa aprobación por todos sus miembros, lo cual es altamente improbable. Luego las operaciones son más seguras y menos vulnerables a ataques externos. Este es sin duda uno de los factores que más han contribuido al aumento de popularidad y de valor de las criptomonedas.

Otro de los factores responsables del vertiginoso aumento en la valoración de las monedas virtuales es el hecho de que hay un número limitado de ellas, esto es, los bitcoins (y el resto de monedas virtuales) son finitas; solo puede extraerse o “minarse”, como se dice en términos técnicos, un número máximo previamente programado. En concreto, existen un total de 21 millones de bitcoins programados; a día de hoy, se han minado ya cerca de 16.800.000 BTC. A medida que nos acercamos al final, su precio aumenta. Y no es posible crear más, aunque sí han surgido y surgirán otras monedas virtuales con patrones similares.

Y llegamos al meollo del asunto: ¿qué va a pasar con las criptomonedas? ¿Alguien lo sabe? La respuesta es no; nadie sabe lo que va a pasar, y esto unido a su alta volatilidad hace que invertir en ellas sea altamente arriesgado. Parece lógico pensar que están aquí para quedarse, que a medida que se generalice su uso y su aceptación como instrumento de cambio, se consolide este sistema y deje de ser tan poco predecible y volátil.

Sin embargo, expertos financieros aseguran que sus gráficas son típicas de las mayores burbujas especulativas de la historia, y que posiblemente veremos un crack de las criptomonedas en el corto o medio plazo. Los más pesimistas afirman que éste traerá consigo otra crisis mundial de grandes dimensiones y con graves consecuencias para la economía global.

Ignoramos si se cumplirán los peores augurios o si las monedas virtuales se consolidarán como un instrumento de cambio alternativo, sólido y fiable. Lo que sí sabemos es que la tecnología “blockchain” ha abierto todo un abanico de posibilidades para su aplicación en otros campos distintos al financiero, tales como la gestión de identidades, el registro y verificación de datos, la ejecución automática de contratos, el seguimiento de cadenas de suministro o los servicios de notaría, entre otros.

Por ello podemos afirmar, con bastante seguridad, que el “blockchain” está aquí para quedarse, y que veremos cómo esta tecnología se aplica en un futuro muy cercano a operaciones de distintos tipos y a sectores de actividad muy diferentes, dotándolos a todos ellos de mayor seguridad y transparencia.

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